¿Por qué nos encontramos jugueteando con el pasado como si fuese un fetiche?
¿Es por las fiestas y su dicotómico -y paradójico- espíritu de felicidad/angustia exacerbado?
¿O somos nosotros que nos dejamos engañar por la superación inexistente?
¿Cuántas veces son "suficientes veces" en cuestiones de olvido y adios?

Las preguntas giran durante largos minutos. Son segundos que se van acumulando como pequeños alfileres, pequeñas puntas y filos que van punzando mi cordura. Espiral de dudas y dolores, de angustias y restos de alguna botella de más. Vestigios del alcohol que se pierde entre las lágrimas. Y su mezcla no deja de ser un raro licor. Amargo, pero terriblemente embriagador.

La capacidad que tuviese de mantenerte alejada, era directamente proporcional con tu ausencia . Cuando invertimos las matemáticas, no sé voltear la vista a tu mirada. Ni multiplicar el olvido, ni dividir los recuerdos. No hay clasificación posible, no los hay buenos y malos, necesarios y olvidables, sólo esa aglomeración dolorosa de un todo que ya no es. Tu amor era un número primo, y solo supo dividirse por uno y por sí mismo. Y te lo llevaste todo. Y ya no sé si es el vino ó soy yo, pero es una suma que siempre acaba en números rojos.

La claridad viene con el sueño, y cuando abro los ojos y los tuyos ya no me miran, sonrío. Sonrío con la felicidad de no recordar tu nombre, con la insensatez de quien no teme salir lastimado. O quien jamás conociera el amor (el dolor). Con la dulce e implacable bondad del olvido. Con la complicidad de tu ausencia, como si no volviera a suceder en un mes, en dos o, quizás, tres. Y son otros ojos los que me miran. Y yo los miro y me pregunto (les pregunto), ¿cuánto le falta a esos ojos para hacerme llorar?