Hoy se agolpan frente a mi puerta una procesión de sentimientos novedosos. Novedosos que no es igual a renovados, porque lo que se despierta no estaba dormido, simplemente había muerto. Una resurrección no es un volver a vivir, sino un vivir nuevamente. La diferencia es sustancial si se sabe apreciar el dulce de la nueva-y diferente- vida.

Hoy, que no es ayer, se inmolan ante tu sola presencia todos aquellos dolores que permanecían enquistados. Los temores fluyen por entre los agitados afluentes y torrentes emocionales que yacían tras un manto de insoslayable quietud. Otrora densas sustancias con su respectiva viscosidad y su turbia apariencia, hoy licores transparentes de mis nuevos desvaríos. Me dejo embeber en ellos y su pureza.

Hoy los temores son sumamente dulces y placenteros. Lo más intrínseco del masoquimo humano radica en el placer de lo que nos complica, pero no nos duele. Nos punza, pero no nos pincha. Nos agita y conmueve, nos emociona, nos excita, pero jamás nos hace caer. Los miedos adolescentes se reproducen como pequeñas termitas que devoran los retazos de memoria. Poco a poco va cediendo la adultez más enfermiza y a medida que el miedo avanza, limpia y acaricia cada cicatriz que nos quedaba.

Hoy disfruto de crecer y madurar para volver a ser el niño que jamás debí dejar de ser. Para querer, hace falta valor, y ese coraje es posesión exclusiva de los infantes. Aquellos que se dejan guiar por lo que les hace bien y se alejan de lo que les hace mal. Esos que no predican en pos de una experiencia previa, sino que se avocan a un aprendizaje contínuo, y en el cual habrán de caer un sinfín de veces, para llorar y luego volver a reir. Esos que con la pureza de su inocentes miradas saben ver, que la verdad está tras los ojos y la realidad no es más que lo que ellos admitan sentir.

Hoy me permito quererte.