Y besar tu espalda por horas. Derrumbar las cadenas del pasado amenazante. Arrollar al presente con un dejo de desenfado aniñado. Enamorados.
Arrancarle nuestro futuro al destino. Tomarlo con ambas manos y reposarlo en tu pecho, para sorberlo lentamente y dibujar en tu rostro esa risa chueca y prolongada. Acariciar con suavidad extrema cada resquicio de tu piel. Recorrerla hasta reconocerme en ella y sentir que los cuerpos no tienen límite definido.
Perderme en tu vientre, no encontarrme jamás. Hundirme en un suspiro lento, respirar tu aliento, el oxígeno de mis deseos. Desearte como a nada. Nadar en cada herida cicatrizada, hacerlas mías.
Ser tuyo y mío, ser mío para darme completo. Ser tuyo para completarme.




En la arboleda más tupida, crecieron urgidos de sueños. Con la noble esperanza a cuestas, la semblanza de su temple y su caracter apacible. Dulces y alegres, con sonrisas socarronas, empapados de ironía y embebidos en una borrachera de ese licor noble que es la risa de los niños.

Temieron perder el sonido de ese cantar, cuando crecieron sus primeras barbas. A cada una que salía le seguía un mar de lágrimas. Mares que gemían por no poder sostenere esa feliz existencia. Cuando una arruga preocupada se vertía en sus frentes, se oía el llanto de otro niño asomar por el monte. Moría cada uno al perder su alegría, morían entre todos si alguno se perdía.

Cuando sus ojos secaron y pudieron absorver la claridad, entendieron que más allá estaba la verdad. Más allá miraron, con esmero y espectantes, mas a la vista era indivisible aquella antigua felicicdad. Las sensaciones sucumbieron ante la realidad, y añoraban sus lampiños pechos de aquel entonces.
Sorbos de laguitos descoloridos fueron enturbiando las aguas otrora cristalinas de sus ahora pútridas imaginaciones. Cuanto más lejos veían, más adentro se sentían, más cortos de vista, más sesgadas sus posibilidades.

Y en el surco marrón de una lagrima de lodal, sus mejillas se ajaron para siempre. Y esa marquita del tiempo es la que llevarían consigo. Para poder entender que no existe presente y que no habría futuro, y no podrían hacer nada al respecto. Pero siempre quedaría en ellos, una espina y un resabio, doloroso anclaje de ese momento que no es ahora y debería serlo, o quisieran que fuera. Un pasado desdibujado a través de los cristales rotos del tiempo.

Un país donde las risas se oían fuerte y eran moneda de cambio. Moneda corriente. Donde se pagaba solo cada gesto de cariño, y cada retribución a un beso, era un beso apasionado. Donde las caricias y los dulces iban de la mano. Y los juegos de chicos no incluían trapos ni secadores, ni parabrisas, ni malabares. El malabar era su travesura, la que "nadiesabenicomonidonde" se bifurcó y perdió la vida. Donde el infanticidio petrificó la alegría para siempre.




Descendió por la escalera con paso cancino. Levitaba ella y levitaban sus espectadores. Hombros altaneros, figura erguida y pecho inflado. El cotoneo de sus piernas era la atracción principal, su piel blanca detrás del terciopelo azulado. El crujir de los escalones hacía las veces de banda sonora.

Suspiró con fuerza y sin ganas. Con la inhalacion rutinaria y la exhalación exaltada. Los ojos clavados en el escote ceñido, que resaltaba la redondez de los pechos. Luego los muslos, iban y venían, histerizando el precioso andar. La luminosidad de aquel rostro, opacando al brillo deslucido de la baranda de bronce. Los ojos brillantes dilatando sus pupilas. Y una corriente eléctrica erizándole cada vello de su entumecido cuerpo.

Los brazos se estiraron, oprimiendo a la distancia. El vacío se enfrentó con la muralla de la unión, y perdió. Una respiración única, un gemido que se alternó con dos suspiros entrecortados. Cuatro gotas que rodaron por sus vientres, y un último grito. No supo si era suyo o había sido de ella, pero el éxtasis lo emborrachó y cuando recobró el sentido, yacía moribundo a su lado, cubriéndola de vida.