El dedo pulgar en el gombro derecho. La palma le rozó la espalda y siguió lentamente por el sendero del vicio. Un dedo jugaba en el sinuoso abismo del afuera. Otro se perdía en el vacío del adentro.

El riesgo era impalpable, pero lo palpó desafiante. Impregnó sus yemas de aquella victoria y sorteó un conflicto de sabores.
Rasgó un puñado de caricias suaves y delgadas, las imprimió en el recuerdo tactil y las conservó de por vida. De por muerte.

La arenilla se instaló en las uñas. Se entrecortaba el aire y se volvía ameno el ir y venir de las curvas. Un zig zag tenue que giró las agujas del reloj corporal. Se encendieron luces que nunca habían visto la luz. Se apagaron las oscuras noches del olvido. Y una suave boca besaba el retrato del ahora.

Ardiente y fugaz. Se balancearon hasta que se agotaron las gotas. El sudor reseco dejó de brotar, impaciente se abarrotaba entre dos cuerpos tibios. Luego una bocanada de ese aire espeso que quemaba las entrañas. Y al fin, el latir de la inercia conjunta.

Se perdió en su vientre. Lo besó al ritmo que guiaba su placer. Las manos al vaivén de sus piernas, y sus piernas al vaivén de sus caderas. Una unión que completaba sus fantasías nacientes. Olvidó en un instante todo lo que había sabido. Olvido que quería saber y olvido, al fin, el miedo de aprender.