El abrazo tibio de la malta recién procesada. El dorado turbio y esclarecedor. Un baño que recubría su seca tráquea. El verano había ganado la batalla y atrás quedaban las huellas del polen primaveral. Los ácaros habían destrozado sus conductos respiratorios, pero los olores volvían a penetrarlo con la limpieza del aire de Diciembre. Suyos. Del viento.

Lo envolvía ese suave olor dulzón del pasto recién cortado. Verde intenso, extremo verde. Un olivo resecándose en el parque trasero y un limonero, en su punto de ebullición, en la entrada principal. Las maderas del suelo crujían con cada paso y cada paso hacía crujir su interior.

Bebió de un sorbo el café humeante. Rebozante de placer, gimió, y alivianó su peso con un suspiro de gracia. El trigo y la cebada se mezclaban en un descampado que reposaba a temperatura ambiente. El sol amenazante abrigaba la soledad. La soledad se dejaba abrazar.
El candor de aquel aroma la hizo estremecer. El pan de centeno recién tostado, la sumía en un letargo consciente. Inconsciente y arrebatada, mordisqueando el placer que entraba por su nariz, por su boca.

La brisa le lleno los pulmones. De un golpe vació su contenido. El sabor amargo. La acidez incipiente y ese olor acre, del tiempo añejandose en ese instante. El fin del principio, el principio del fin. El quiebre. El punto de inflexión. La paradoja temporal. El olor a viejo. El olor a nuevo. El miedo y el desafío de lo desconocido. Ese "ahora", eterno en su propia muerte.