El goteo incansable. Prolijo -tic tic tic- agolpándose las gotas contra el cristal, que poco a poco se cubría de moho. Empañando el rugir de la brisa nocturna. Humedeciendo las mejillas que antes habían sido de otros labios. Los mismos que se abrieron para silbarle una despedida. Para soltar el aire que lo oxidaría.

El insomnio y su violenta brusquedad. Toda la capacidad de soñar, derruida por un simple juego de palabras. De miedos, de palabras miedosas. De vocablos temerosos. De conjunciones amargas que brotaban sin cesar, chirridos de una bicicleta que no sabe de aceites y de frenadas cálidas. El "ring" tardío de una bocina destartalada.

Los odios y los oídos juntitos y amontonados. Aelmazados unos sobre los otros, a medida que entraban esos repiqueteos asonantes de una voz monocorde, que traía inaplacable sequedad. Los recovecos de el rincón privado, al que los alaridos pretendían inquietar, pero sólo un soplido tibio de ese aire candente podía estremecer.

El fin es un retumbar tenebroso. O peor aún, dulce, como el rocío bebido de tu boca. Oprime el cuerpo desde las sienes a los tobillos. Cerrando el pecho, bloqueando las extremidades, tensando los muslos. El temblor de aquella vibración estremece. Graves los tonos se cuelan entre cada célula de dolor, la reviven, le dan color y forma. Y luego se agudizan hasta volverse apenas audibles, van violando cada fibra, cada tejido, cada intento por recuperar el control. Y por último ese corazón esparcido en el recorrido. La explosión es fuerte, pero no se oye. Apaga y acaba. El silencio toma la posta y se ubica eterno entre cada espacio vacío, que nunca más hablará. El cuerpo, instrumento magnífico si los hay, ha perdido su intérprete. Los roces que emanaban sonidos mágicos y guturales desaparecen, y se llevan con ellos el sentido de existencia del sonar. Sin receptor, el emisor carece de gloria.