El calor se hacía insoportable en las afueras de la prisión de máxima seguridad, donde habían dispuesto que pasara su encierro Thomas, a la espera de un juicio "justo". Sin embargo, hacía tiempo que él no creía en la justicia, ya había abortado los sueños, se dedicaba la vida entera a pensar en sus madres. ¿Qué sería de ellas? ¿Qué de sus seres queridos ya muertos? ¿De su amigo Ernesto?, ¿Del tío Wilson? ¿Y de su padre?, a quien, incomprensiblemente, luego de muerto había comenzado a querer. Su familia había seguido su camino, sus empresas seguían su curso en manos de Julián; y Melisa era el bastión de Carolina, la única que llegó para el juicio. Se “celebró”  (si es esa una forma posible de llamar a tal cuestión), un día caluroso, como tantos otros en el oeste americano. El juez, un hombre gordo y de gran vozarrón lo inspeccionó de arriba hacia abajo, hasta el más mínimo detalle, al entrar a la sala. No podía creer que tal hombrecillo, evidentemente disminuido por años de prisión, había sido capaz de arrancar las vísceras de su propio progenitor y convertirlas en un trofeo de guerra. Al principio fueron largas jornadas de debate entre testigos y abogados, luego disminuyeron los testigos, las pruebas se hicieron aún más evidentes y sólo restaba la declaración final del acusado y un veredicto que se sabía de antemano. La prisión de por vida era algo que no dejaba de ser común en casos de homicidas, pero, por el hecho de permanecer recluido antes del juicio 2 años y sumada su buena conducta, saldría en no más de 15 o 20 años. Suficientemente pronto para ver a sus hijos crecer y formar sus respectivas familias, disfrutar de los nietos y varios años de felicidad junto a su esposa. Pero como no podía ser de otra forma, Thomas no pensaba en eso hace mucho tiempo, solo se limitaba a alimentarse, lo básico para no morir, o eso le decían que hiciese, y a pensar en los muertos vivos, aquellos que no morían del todo, esos que permanecían en su trastornada mente y que permanecerían hasta el resto de su vida. Vivos porque él los mantenía y porque, sin lugar a duda, lo esperaban en algún sitio. Su declaración fue corta y concisa, no desdijo a quiénes lo acusaban, tampoco sus creencias, dijo lo que siempre pensó: -Yo lo maté, pero¿No es acaso una forma simple de catalogar una acción de un humano que sin precedentes intenta desquitarse ante tanta irracionalidad por parte del destino? ¿Quién en esta sala me puede decir que nunca sintió odio hacia otra persona, ser o simplemente algo que sintió que no podría contenerse y mataría por liberarse de su propio pesar? Pues yo no...Yo no lo niego, lo hice porque jamás dejé de pensar un segundo  de mi vida en la malvada persona capaz de hacerme sufrir tanto a mi, a mis seres queridos, ¿Cómo creen que voy a dejar que aquella bestia que me dejó sin vida tenga lo que yo más quiero, el placer de la venganza? Se equivocan si esperan un demente, alguien arrepentido, este soy yo. Perseguí ese hombre, lo perseguí hasta el cansancio, lo disfruté sangrando entre mis manos, lo contuve hasta su deceso y todo a pesar de su abandono. ¿Quién de ustedes es capaz de hacer eso por quien mató a sus madres? Yo sí. Lo acaricié en lo más profundo de su ser, le quité la vida sin sufrimiento alguno, no merecía sufrir, pero no merecía vivir. Y no soy quien para decirles esto, pero su dios, que según ustedes, es el único que puede decidir quien muere y quien no, que los humanos no pueden hacerlo, ese dios me falló; porque dejó que mi propio padre acabará con quien yo más amaba. No me den lecciones de vida, no me entiendan ni compadezcan, solo comprendan que era mi derecho, déjenme ser!- Acto seguido, silencio estampa, procesión interna en miembros del jurado con cara de asombro, proseguido de un estallido en sollozos de esposa y protectora. Finalmente, aplauso seco y ensordecedor, por primera vez hay una luz al final del camino; el acusado es bien visto por la gente, lo aceptan, lo justifican, casi lo quieren. El juez no aplaude, no sonríe, sin muecas desaprueba la situación. Años de leyes para qué alguien quiera hacerle creer que no es culpable de asesinato aún habiéndolo confesado. Ahora es una cuestión personal, de honor, juró ante el colegio y lo hará respetar; nadie saldrá impune de semejante homicidio. La gente congregada a la salida del tribunal lo vitorea, vuelve a sentirse vivo, ya no quiere morir, recuerda a sus hijos, está más vivo que nunca. La brisa matutina lo despierta, siente que hoy será el gran día, sus hijos viajan de Argentina para verlo tras años de oscuridad e incomunicación, los abraza, besa, les dice que pronto estará con ellos, no les miente; lo siente. Se sienta en su lugar, el juez lo mira con una risita socarrona, lo saluda amable, el jurado se frota las manos en conjunto una vez resuelto su veredicto. Sentencia en mano, el juez repasa los cargos al acusado, todos expectantes esperan la resolución, se percibe la algarabía por la probable liberación. Sus hijos allí presentes al juez poco le importa, sus años de orgullosa carrera lo amparan, no piensa en la familia que destroza, solo en sus egocéntrica y ampulosa sensación de felicidad. Culpable declara con vos tensa, apenas audible. Todos transforman sus rostros, Thomas apenas respira y su esposa ha muerto hace rato, sus hijos no comprenden lo que oyen, esperan el final. Saben que no estaba en juego la culpabilidad, de hecho él había confesado el crimen, pero no esperaban el tono lacónico del juez, los atemoriza, abate y traiciona. Era predecible, culpable resuena en los cráneos de esa pobre gente, pero la sentencia es impredecible. O peor aún, predecible, muy predecible, ¿acaso no les dije que se mudó a Texas el juicio? ¿Acaso el juez no es orgulloso defensor de leyes, pena de muerte, inyección letal, qué más da como se la llame? Thomas queda perplejo, Carolina permanece muerta, sus hijos sin comprender. La gente se agolpa en las escalinatas, todos quieren expresar su enojo, tristeza, impotencia y desazón; no, no hay caso, adiós vida, ¿hola muerte? Llega el día, en realidad es de noche, pero pocos pueden ver eso ahora. La vida se debate entre la justicia o la racionalidad, el destino juega con la fatalidad en pareja y vencen por tie break a la libertad y la felicidad. La suerte está echada y no piensa levantarse a trabajar, sólo queda Thomas inmóvil en su silla, inmóvil para siempre, aún vivo, aún muerto... Su mujer se arrastra, llora, grita, no la oyen, está muerta. Sus hijos no son sus hijos, no lo ven, no sufren, no son capaces de comprender aún la magnitud de los acontecimientos. El verdugo, enciende la silla, Thomas toma un último sorbo de aire y ve a sus seres más queridos, directo a los ojos, ahí están ellos esperándolo, nunca fue tan feliz. Cierra los ojos, nunca tan triste, extraña hijos y esposa; los vuelve a abrir, ahí están ellos: -Mamá, Mamá- grita desconsolado- papá perdóname- le dice avergonzado- Ernesto viniste!- Humedecidos los ojos, entumecido el corazón, apagada la conciencia, cierra los ojos, chau amores, Caro, Lucho, Luni, chau... Abre los ojos para siempre, nunca más los volverá a cerrar, se para, camina seguro, y se va definitivamente abrazado a sus madres, su padre y su amigo.
 Vivos como nunca antes habían estado: todos juntos.