Los adioses y las despedidas dejan largas penas atragantadas. Dejan penas egoistas, dejan dolores de mejillas surcadas. Hacen de cada recuerdo un tesoro invaluable. Cosas que antes no eran tan importantes, o parecían cotidianas.
Es como cuando se cruzan en una esquina perdida, tu hoy y tu ayer, y charlando para ponerse al día, se dan cuenta de que no tienen casi nada en común. Y no solo eso, que no sería tan grave, sino que encima el viejo pasado, se horroriza ante las cuentas impagas del presente, y le dice a modo de orquestada reprimenda:
"Viejo, que me has hecho, yo que todo te lo he dado, y mira tu como me pagas".

Así como en las despedidas involuntarias, nos quedamos tristes, y con verguenza por eso. Como si alguien debiera rendirle cuentas a uno por irse, o uno mismo debiera rendirselas a si mismo, por haber cambiado. El tiempo corroe, modifica y moldea a su antojo, las relaciones entre las gentes, las relaciones con uno mismo. Pero uno es sutil colaborador, nadie puede ser inerte observador de los trastornos y las diferencias.
Por eso es egoista el viejo yo, por pedirme que lo honre, cuando no soy más que su resultado. Y es egoista pedirte que te quedes, cuando tu partida es lo que, yo mismo he generado. Pero no es malo ser causante de tu ida, ni causante de mi mutación.

Sonriendo y abrigando tus palabras, que no se llevará el viento, puedo decir qe no me traicioné, y que no te he traicionado. Y ser involuntario partícipe de las bifurcaciones, me deja el sabor amargo de ver que hemos crecido y hoy podemos soltarnos. Te suelto, asi como solté a mi pasado. Que alegría más triste, poder olvidar para siempre, sin dejar de recordarnos.

*Para una Gitana que nos deja un legado de palabras desnudas y desvergonzadas.