Como cada martes se dieron cita en el bar de Sandokan y Paraguay. Habían ido allí desde aquella primera vez casual. Ella, elegante y callejera, medio puta, medio bohemia. El, insecto urbano de trajes sucios y arapientos, de trabajos de medio tiempo en microcentro y aledaños. Dos personajes más en esta europeísima américa perdida. Típicos y comunes, arrogantes en su salsa, bañando de desprecio a cada cartonero, mesero o chico de malabares. De medio pelo en todo sentido, de cortas apreciaciones, de sesgadísimas inteligencias.

Comieron sin mirarse a los ojos, no encontraban el camino. Ese ritual de ensalada verde en verano y estofado "casero" en invierno, era su máxima aspiración conjunta. No soñaban con mañanas eternizadas, ni atardeceres de naranjas y purpuras cálidos. No con hijos, ni mascotas, ni lazos. No con anillos, no con vestidos, no con familias, ni autos usados. Si el conformismo cobrara forma humana, de seguro tendría la rechoncha cara de él, y la jorobada y delgadísima imagen de ella. Olería a naftalina, como los bolsillos del caballero. Y tendría esa mirada agonizante de la damisela.

Sin embargo se pensaban felices. Se desdibujaban sus contornos en un sudor mugriento. En la colonia barata que su sueldo pagaba sangrando. En las colchas floreadas de un hotel de mala muerte. No necesitaban más que eso, ni siquiera las caricias simuladas que habían desaparecido con el tiempo y la confianza. Como bestias inhumanas que saciaban su lascivo instinto. Una vez consumado el acto, corrían a su refugio de soledad. Y no volvían a contactar con humanos hasta el martes siguiente. Que seguros se sentían, ocultos tras su altanera indiferencia.