Una tormenta es eso. Ráfagas violentas que te sacuden o te intimidan. Fríos considerables que ajan la piel. Gotas de diferentes tamaños que nos bombardean desde direcciones varias. Ruidos, muchos de ellos, golpes, ventanas, puertas, truenos, rayos y centellas. Una tormenta es eso y es más, es un quiebre en alguna línea de continuidad climática. Y como todo hecho o elemento, tiene un punto neurálgico, un epicentro, un talón de aquiles, o simplemente un foco central. El ojo de la tormenta...
Estar en él puede ser de altísimo riesgo. Puede derribar arboles añejos, casas y fortalezas de hormigón o ladrillos. Bloquea los auxilios automáticos y cualquier acto reflejo. Elimina las ideas y barre con toda capacidad de desagote. Lastima, enferma, a la vez purifica. Arrastra lo bueno y lo malo, sin distinciones.
Uno siemrpe intenta evitar ese ojo, pero a la vez lo busca como si estuviera imantado. Se deja mecer por la brisa que va impulsandolo lentamente hasta balancearlo y sumergirlo en un frenético vaivén inestable. Y cuando parece que logramos estabilizarnos, cuando ya no queremos bajar ni luchamos contra la corriente, cesa. Se acaba. No mas chapoteos en la acera. No más infusiones reparadoras. No más de ella. Se aleja. Nos deja empapados de sí, pero secándonos al paso del tiempo...