La mañana se le antojó perfumada. No era un perfume común, tampoco era desconocido, pero aún así no lograba distinguir su origen.
Mietras se duchaba y luego con el café, compañero infaltable a esas horas, siguió jugando a descubrir, a qué sabía el aroma aquel.
La caminata habitual, esa que lo llevaba de su casa al trabajo, fue como de costumbre, a paso veloz y sostenido. No quería que otros olores invadieran aquella reconfortante sensación, la que le provocaba el volver a sentir esa añeja y añorada fragancia.
Las horas surcaron la línea temporal y el día llegó a su fin, aún obsesionado y con los sentidos desorbitados luchaba internamente contra el olvido. Le fallaba la memoria, seguido le fallaba, pero nunca en cuestiones sensoriales, nunca olvidaba uno de esos instantes que perduran en el tacto, el gusto o en la vista.
Cenó en silencio, saboreó cada bocado con delicadeza, cada sorbo de ese vino era una caricia a sus recuerdos. Fumó el último cigarro, de esos rubios que tanto le gustaban, y pensó en lo afortunado que era. Tanta paz, tanta tranquilidad, su reconfortante bata de seda, las mullidas pantuflas y el fuego de un hogar a leña. Nada podría ser mejor, lo tenía todo, y en esa última bocanada de aire, el perfume secó su garganta. La aridez le cortaba la respiración, cada intento era un suplicio, y entonces recordó a que le sabía ese aroma, esa mezcla de canela y miel. El ardor dulce se hizo intenso, le pareció caliente, le hizo saltar el pulso y le erizó cada centímetro de su cuerpo. Se humedeció los labios y ahí lo halló, ahí se perdió para siempre, entre la soledad y aquel último beso...