Dedicado a Daniela por su cumple y Corsi , por ser el que la ama...
A las 6 en punto estaría allí. A la orilla del Sena, con el pañuelo rojo atado en la cintura y los lentes oscuros para que nadie la reconociera. Nadie más que él.
Bajaría de su oficina a las 5:30, caminaría por los Campos Elyseos y desviaría su habitual rutina de almuerzo. Llegaría en 15 minutos y la esperaría para abrazarla y besarla con pasión, sabiendo que era esa, su última vez.
Se posó a la sombra del frondoso parque, refugiándose del sol punzante de Agosto, refungiándose de todo lo visible y de toda vista curiosa. No podía ser descubierta, 32 meses de amor oculto le habían otorgado la práctica suficiente para escabullirse en el pantano sigiloso. Sería el concierto final de sus instrumentos, tocarían al unísono la melodía que supieron crear. Luego regresaría en Metro a su casa en Monmartre, con su marido y sus pequeños hijos, y nunca más se hablaría del tema.
Un encuentro imprevisto lo tenía demorado, quizo adelantarse a ella, pero resignó ese deseo al toparse con su secretaria. Cuando logró zafarse de su inquisidora, corrió raudamente entre la multitud de turistas que disfrutaban del verano Francés. Había cuidado cada detalle de este acto de amor, lo sería perfecto, no podría dejarlo...no quería volver al ostracismo de la soledad y la enajenación.
El aire se espesó, el sol cortó la tierra en dos y detuvo el tiempo. El abrazo turbio y sudoroso de dos almas que se despiden, suele ser aún más fuerte que el de las que se reencuentran. Y este no era la excepción, ella tan bella, en su vestido de parras, el salvaje, como siempre deseoso de comerla. Sus miradas destilaban un amor silencioso que nunca se animarían a confesar, sus manos adivinaban el contorno de sus cuerpos calientes y ansiosos. El beso unió sus labios, esos que sabían configurarse en interminables fogatas, los que acortaban las distancias y determinaban el ritmo amatorio.
El concierto comenzó finalmente, los látidos hacían la percusión, imponían sus vientos los gemidos y jadeos, los órganos se agolpaban unos a otros en una cadencia melodiosa afinada. Esa que solos e logra en una orquesta que realmente es un todo en sí mismo. Y ellos lo eran, una batería de chapoteos, los sudores surtían su efecto y lograban un sonido sin igual, las pieles hirviendo se entrelazaban, se pegaban y despegaban, se tironeaban, se tejían entre sí...
El momento más esperado llegó con el atardecer, el director de esa mágica obra guió a sus integrantes como si fuesen marionetas. Hilos invisibles que los manejaban a su antojo. Los hilos del deseo, esas infranqueables ataduras que los sumergían en un ahogo lento y pausado, y aun así hermoso. Había llegado su hora, el final era en ese momento, ál términod el 4° acto...era hora de separar, de retirar el espectáculod e cartel, de agradecerse mutuamente por eld esempeño y retirarse a sus respectivos hogares.
Lo miró tiernamente, pensó que no sería tan difícil después de todo, habían tenido la mejor de las despedidas, podría dejarlo para siemrpe sin más...pero aún así sabía que empezaba a amarlo...
Se vistió rápido, nunca lo hacía, pero esta vez se sentía incómodo, algo nervioso. La blancura de su amante le cegaba y le producía una agotación extrema. Supo ahí que no podría dejarla ir, supo ahí que no podría detenerla...
El disparo retumbó en todo Paris, de Notre Damme a L'Opera, todos escucharon el candor de dos vidas apagarse y desnudarse. Se fundieron en una sonrisa y un beso eterno, la imagen no dejaba dudas, ellos se amaban y no podían ser separados por la mortalidad...vivirían por siempre en la electricidad de aquella mezcla de sabores. Él sonrió plácidamente, como quien se sabe vencedor, como quien consigue el máximo premio, la eternidad...ella?, ella no opuso resistencia, sonrió, no supo que moría, porque siemrpe se sintió muerta al pensar en dejarlo....
A las 6 en punto estaría allí. A la orilla del Sena, con el pañuelo rojo atado en la cintura y los lentes oscuros para que nadie la reconociera. Nadie más que él.
Bajaría de su oficina a las 5:30, caminaría por los Campos Elyseos y desviaría su habitual rutina de almuerzo. Llegaría en 15 minutos y la esperaría para abrazarla y besarla con pasión, sabiendo que era esa, su última vez.
Se posó a la sombra del frondoso parque, refugiándose del sol punzante de Agosto, refungiándose de todo lo visible y de toda vista curiosa. No podía ser descubierta, 32 meses de amor oculto le habían otorgado la práctica suficiente para escabullirse en el pantano sigiloso. Sería el concierto final de sus instrumentos, tocarían al unísono la melodía que supieron crear. Luego regresaría en Metro a su casa en Monmartre, con su marido y sus pequeños hijos, y nunca más se hablaría del tema.
Un encuentro imprevisto lo tenía demorado, quizo adelantarse a ella, pero resignó ese deseo al toparse con su secretaria. Cuando logró zafarse de su inquisidora, corrió raudamente entre la multitud de turistas que disfrutaban del verano Francés. Había cuidado cada detalle de este acto de amor, lo sería perfecto, no podría dejarlo...no quería volver al ostracismo de la soledad y la enajenación.
El aire se espesó, el sol cortó la tierra en dos y detuvo el tiempo. El abrazo turbio y sudoroso de dos almas que se despiden, suele ser aún más fuerte que el de las que se reencuentran. Y este no era la excepción, ella tan bella, en su vestido de parras, el salvaje, como siempre deseoso de comerla. Sus miradas destilaban un amor silencioso que nunca se animarían a confesar, sus manos adivinaban el contorno de sus cuerpos calientes y ansiosos. El beso unió sus labios, esos que sabían configurarse en interminables fogatas, los que acortaban las distancias y determinaban el ritmo amatorio.
El concierto comenzó finalmente, los látidos hacían la percusión, imponían sus vientos los gemidos y jadeos, los órganos se agolpaban unos a otros en una cadencia melodiosa afinada. Esa que solos e logra en una orquesta que realmente es un todo en sí mismo. Y ellos lo eran, una batería de chapoteos, los sudores surtían su efecto y lograban un sonido sin igual, las pieles hirviendo se entrelazaban, se pegaban y despegaban, se tironeaban, se tejían entre sí...
El momento más esperado llegó con el atardecer, el director de esa mágica obra guió a sus integrantes como si fuesen marionetas. Hilos invisibles que los manejaban a su antojo. Los hilos del deseo, esas infranqueables ataduras que los sumergían en un ahogo lento y pausado, y aun así hermoso. Había llegado su hora, el final era en ese momento, ál términod el 4° acto...era hora de separar, de retirar el espectáculod e cartel, de agradecerse mutuamente por eld esempeño y retirarse a sus respectivos hogares.
Lo miró tiernamente, pensó que no sería tan difícil después de todo, habían tenido la mejor de las despedidas, podría dejarlo para siemrpe sin más...pero aún así sabía que empezaba a amarlo...
Se vistió rápido, nunca lo hacía, pero esta vez se sentía incómodo, algo nervioso. La blancura de su amante le cegaba y le producía una agotación extrema. Supo ahí que no podría dejarla ir, supo ahí que no podría detenerla...
El disparo retumbó en todo Paris, de Notre Damme a L'Opera, todos escucharon el candor de dos vidas apagarse y desnudarse. Se fundieron en una sonrisa y un beso eterno, la imagen no dejaba dudas, ellos se amaban y no podían ser separados por la mortalidad...vivirían por siempre en la electricidad de aquella mezcla de sabores. Él sonrió plácidamente, como quien se sabe vencedor, como quien consigue el máximo premio, la eternidad...ella?, ella no opuso resistencia, sonrió, no supo que moría, porque siemrpe se sintió muerta al pensar en dejarlo....