Miré el techo que aún parecía moverse. La fiebre había cedido, pero quedaban resabios de una noche más de insomnio. LLevaba tres días sin poder pegar un ojo y comenzaba a ser una especie de muerto en vida. Arrastraba mi cuerpo y lo llevaba con la inercia de a gravedad a cuestas. No me sentía mejor por dentro, aunque aquel aedor interno, era un tenue cosquilleó, en comparación con el dolor físico que sujetaba mi existencia.
Al 5° día me sentí morir. Oí el último latido de mi corazón, sonaba en el mismo tono en el que sonó el hilo de voz, ese que salió de tu garganta noches atrás. Me acarició ese último sorbo de aire, al abrirse paso por entre mi acartonada tráquea. Purificó por última vez mis pulmones abatidos, navegando sagazmente entre el humo de las colillas apagadas; llegando a mis bronqueos, casi diezmado de toxinas. Cigarros traicioneros, que al igual que vos, en su inofensiva apariencia, escondían el veneno mismo de su esencia.
Se agrietó la piel, pude oler el inconfundible aroma de la sangre que brotaba por el sinuosos sendero de la muerte. Antes de cerrar definitivamente los ojos, pude divisar el manchón que dejaste al abrir el vacío. Perceptible a mi visión, era aquel laberíntico infinito, ese círculo vicioso de depresión cíclica. Con su nauseabunda hipocondría y su furibunda dejadez.
Y sin embargo, fuí, me sumergí, me enterré y me olvidé a mi mismo.
Allí recobré la felicidad, allí respondí al fin la pregunta que había detonado tu partida: ¿Qué será de mi vida sin vos?...

Eso!!, 5 noches de insomnio. Hasta llegar el final, la salida del laberinto. La libertadora abolición de mi sometimiento por parte de tu caprichosa condición de mujer.