Con la suavidad de quien se sabe redentora de los pesares intrínsecos a los malos momentos. Así de mayúsculo y genérico, inevitable y doloroso. Con la tristeza de sabernos derrotados y aún así recuperados. Supongo que lo más agudo de sentirse vivo nuevamente es asumir que nadie muere antes de su propio final. Nos sentimos caer en infinidad de ocasiones, pero aún así, en las circulares y sabrosísimas vivencias truncas, encontramos un nuevo existir. Y no es que no lastime, pero cicatriza. Y siempre está ahí, cáscarita. Pequeño trofeo de una guerra que perdimos, pero supimos afrontar. Y cuando una mano cálida acaricia esa pequeña herida que fuera la muerte misma de nuestras ilusiones proyectadas a través de un tiempo que jamás pasó, sentimos que agrieta más y más profundo en el alma, el pequeño hueco instalado entre el vacío y el deshielo. Pero entre el torrente arremolinado de caricias ajenas, hay una propia que no conocemos hasta que llega y se encastra en aquel recoveco aún sangrante. Esa pequeña muestra de fe, devuelve una mueca conocida sobre sonrisas trazadas en otros cuentos. Y los finales no vuelven a ser finales, simplemente retornan a ser principios, comienzo de nuevos sueños, de proyecciones a través de sus manos. De sus caricias y de mis males, que se funden en una nueva pasión. En un cuento que nunca hubiera comenzado sin haber terminado un capítulo anterior. La maravillos posibilidad del querer, que nos devuelve la vida luego de las reiteradas muertes. Sólo hay que prestar atención, porque nunca se sabe donde está el final. Nunca donde está el principio.