Esas lágrimas nos hermanan. Una cae en el polvo de un campo lejano y otra en el suelo calefaccionado que camino. Descalzos los dos. El abraza a su hijo, se aferra a él, con la misma vehemencia con la que yo lo hago a mi taza de capuccino recién sacado del microondas. Somos tan iguales. Somos tan distintos.

Allí, donde los albores de la civilización, hoy parecen ser los máximos exponentes de lo incivilizado. Amenazan con dar por tierra todo atisbo de razón pacificadora. De dar por finalizada la existencia. De acabar con los principios.
Y uno se siente inmerso, por sensibilidad, por globalización, o por morbo. Pero no sabe que allá empezó, y allá termina. O sabe, y por eso se permite participar de la contienda. La participación del invisible, del intocable, del televidente.

Pero si así fuera, por qué me toca? Por qué su lágrima es tan mía? Por qué mi lágrima, tan suya? Bebo un sorbo de mi pequeño y reconfortante brevaje; y él, ayuda al niño a beber una poca de agua. Quizás el último sabor en su boca. Me atraganto al pensar esto, y se atraganta al mismo tiempo. Su imagen me sacude, y a él lo sacude el temblor de su cuerpito, producto del último misíl que estallara a escasos metros de lo que, apenas semanas atrás, fuera un hogar. Estallo en un sollozo ahogado, pausado. Asmático.

Empiezo a vislumbrar una respuesta. Concluyo, al fin, que estoy cegadamente enamorado. No es por ellos que lloro. Sino porque ellos son yo. Humanos, tan humanos. Imperfectos desde la perfección más atroz. Y como el enamorado idealiza, el enamorado sufre. Con cada desaire. En cada desplante.
Sufro por inocente, mas sufro por amante. Y no puedo dejar de extrañarme, de extrañarlos, de observarlos. Cuánta humanidad hará falta para acabar con el ser humano?