Cuando el ardor empieza en el pecho, pero del lado de adentro, estàs completamente entregado.
Entregado, y a merced de los caprichos del azar. Si el azar, tiene ademàs forma de mujer, no hay salida posible. O no hay posibilidad de escaparse.

Uno puede huir de casi todo, y de todos, pero jamàs de sus propias sensaciones, emociones y contradicciones. Son las que modelan y dan forma, a las actitudes y ànimos de cada ser. Cada uno posee un caracter, una predisposiciòn amorfa a ciertas tendencias. Pero siempre depende de los ojos ajenos, para completarse y configurarse, en alguna acciòn visible. Palpable.

Parece imposible evitar lo que nos envuelve. No somos capaces de manejarlo, y debemos abdicar ante lo inevitable. Allì radica la fuerza motora de todo. El miedo. Con su adrenalina, con sus paralisis y su dialectica del ser, como reflejo del hacer y del no hacer. No temo al temor, si soy capaz de asumirlo. Pero asumir no es tan solo, ver el origen y los opcionales caminos decisorios. Es algo mucho menos definible, pero mucho màs acabado.

Nada es tan gratificante, como el obrar en consecuencia con los ardores de uno mismo. Que los recibe en forma inesperada, pero los acata como normas o leyes divinas. No hay un catalogo, no hay un orden predeterminado, ni mucho menos, una guia del buen obrar. Ni siquiera està escrito, que el buen obrar es aquel que nos guie por un supuesto buen camino. Tan solo es una suposiciòn, la que me lleva a pensar, que atendiendo a los sentimientos que me sobrevienen, puedo ser màs real para mis interlocutores.