Navegaría a través de esa cristalina oleada. Si mis cálculos no fallaban, sabiendo de mi poca capacidad de predicción, llegaría a Bahía Manzano al atardecer. No es que tuviera algún apuro especial, de hecho no saldría de allí hasta la mañana siguiente, pero es que los atardeceres en ese lugar eran un espectáculo único, quizás comparable con el desprendimiento de esos hielos continentales en el Perito Moreno; pero aún así, inigualable.
Sólo una vez había estado én ese lugar, pero había bastado para añorarlo como quien añora a su propia tierra, a su lugar en el mundo. Y el mío, sin lugar a dudas o reflexiones, era ese. Un recóndito paraíso situado entre Bariloche y Villa Langostura. La tranquilidad, el aire. Cómo dscribir el aire sin caer en la insipidez que sería lógica hablando de la insipidez en sí misma. Penetrante, se infiltraba en las fosas nasales como una ráfaga violenta de paz absoluta, un empalago de silencio. Contrastante con la lucha de poderes que desataban el cielo y el sol, que reflejados en el lago se opacaban mutuamente, hasta fundirse en un rojizo intenso que cegaba a esas montañas, esas que por detrás los cortejaban. Y en el infinito derrotero de este mundo tan sabiamente injusto, morían ambos, y nacía la noche, resultante de una Luna renaciente y un cielo oscuro, que sin la pelea de ese sol enérgico, se veía reflejado en la oscuridad del lago. Con pecas indiscretas que lo llenaban. Como pequeños adornos de un intenso y lumínico candor.
Como era de suponer, llegué pasada la medianoche. Le petit le morte, ya había tenido lugar varias horas antes. Y yo, quedé atado al deseo de vivir eternamente en un paraiso de atardeceres. Y lo cumplí, y esperé que se repitiera el espectáculo. Me amarré a ese muelle de maderas mohosas, tomé un sorbo del espeso e insipido aire, y justo cuando el sol se fugaba por enésima vez, me abracé al agua helada. Sentí los pinchazos de la felicidad recorriendo mi cuerpo aún cálido. los calambres eran pequeños estallidos de petardos por mis músculos, gozosos, estimulantes. Esa última visión, el último show, la última imagen impregnada en mi retina, el sabor de la eternidad perpetrada en un instante...un menage a trois, la muerte conjunta, el sol, el cielo y yo, haciendo una reverencia, nos despedimos del público que aplaudía la imagen de una conjunción bellísima jamás lograda...
Dedicado a mi Tía Patomusa, su hermano que vive en el Sur y sus teorías sobre la adolescencia como motivo para engendrar potenciales suicidas. Y a pedido de todos, mezclamos el sexo, el suicidio y la escritura. Puta que me debo a ustedes eh!!!
Sólo una vez había estado én ese lugar, pero había bastado para añorarlo como quien añora a su propia tierra, a su lugar en el mundo. Y el mío, sin lugar a dudas o reflexiones, era ese. Un recóndito paraíso situado entre Bariloche y Villa Langostura. La tranquilidad, el aire. Cómo dscribir el aire sin caer en la insipidez que sería lógica hablando de la insipidez en sí misma. Penetrante, se infiltraba en las fosas nasales como una ráfaga violenta de paz absoluta, un empalago de silencio. Contrastante con la lucha de poderes que desataban el cielo y el sol, que reflejados en el lago se opacaban mutuamente, hasta fundirse en un rojizo intenso que cegaba a esas montañas, esas que por detrás los cortejaban. Y en el infinito derrotero de este mundo tan sabiamente injusto, morían ambos, y nacía la noche, resultante de una Luna renaciente y un cielo oscuro, que sin la pelea de ese sol enérgico, se veía reflejado en la oscuridad del lago. Con pecas indiscretas que lo llenaban. Como pequeños adornos de un intenso y lumínico candor.
Como era de suponer, llegué pasada la medianoche. Le petit le morte, ya había tenido lugar varias horas antes. Y yo, quedé atado al deseo de vivir eternamente en un paraiso de atardeceres. Y lo cumplí, y esperé que se repitiera el espectáculo. Me amarré a ese muelle de maderas mohosas, tomé un sorbo del espeso e insipido aire, y justo cuando el sol se fugaba por enésima vez, me abracé al agua helada. Sentí los pinchazos de la felicidad recorriendo mi cuerpo aún cálido. los calambres eran pequeños estallidos de petardos por mis músculos, gozosos, estimulantes. Esa última visión, el último show, la última imagen impregnada en mi retina, el sabor de la eternidad perpetrada en un instante...un menage a trois, la muerte conjunta, el sol, el cielo y yo, haciendo una reverencia, nos despedimos del público que aplaudía la imagen de una conjunción bellísima jamás lograda...
Dedicado a mi Tía Patomusa, su hermano que vive en el Sur y sus teorías sobre la adolescencia como motivo para engendrar potenciales suicidas. Y a pedido de todos, mezclamos el sexo, el suicidio y la escritura. Puta que me debo a ustedes eh!!!