Cincuenta y dos pasos y siete pasitos semisaltados por entre las ruinas de algún antiguo desprendimiento. Un medio giro a la izquierda, abrir los ojos lo más grande posible y que el cerebro sobreviva al estímulo recibido. La magnitud luminosa de la visión obsequiada por el panorama descubierto. Un inmenso acantilado, con rocosas formaciones semicirculares, que hacen un símil anfiteatro.
Un grito era el medio que le permitía a uno hacerse dueño del mundo. El eco flotando entre las nubes que amenazaban con desprenderse por sobre la parte más alta de los muros laterales. Y esa brisa abofeteando la cara, ajando la cara del curtido observador.
Negro! Vacío y desazón. Ahí terminaba su vida pasada.

Recuerda esa sensación cada mañana de frío, cada invierno es un viaje eterno a la inocente infancia. Ese lugar, esa memoria perdida vaya a saber uno donde, o en que recóndito sitio. Toda una vida sin color o sabor, había transcurrido. Con dolores´y derrotas, con el dulce de la experiencia sobre los hombros y la sapiencia de lo acontecido. Ser sabio por haber estado presente, por no tocar de oido, sino de tactil y corrosivo vivir. Un tesoro poder componerse uno mismo, de la sabiduría que le fue otorgaa con el tiempo. El estudioso que aprendió, aprehendiendo y empapándose de cada situación y momentáneo transcurrir. Minutos crujiendo en los engranajes oxidados del paso del tiempo, anudado en un reloj de bolsillo. Segundos inertes, estáticos y apilados, eternizados e invariables, tan sumisos; tan vividos.

Cada año, mes o dia, borroneándose en la cabeza, mas esa imagen certera, acuchillando al olvido indirecto. Como si fuese un juego histérico, lo hacen olvidar y le recuerdan que está olvidando. Martirio penoso el de quien lúcidamente pierde su lucidez. O peor aún, la va perdiendo en cada olvido, y lucha con fiereza por aferrarse a ella, con sus sinsabores o alegrías. O al menos, a una imagen cualquiera.

Y otra vez el acantilado, que se muestra real y hermoso, lo somete a la prueba de fuego de su nueva batalla. Sin ubicación temporal, ni geográfica, se hace un hueco entre los olvidos, para ser el recuerdo. El recuerdo en letras mayúsculas, el único con vida después de la muerte. Esa muerte silecionsa a la que se niega. Ese olvido permanente que solo se corta de vez en cuando, por medio de esa visión lejana y precisa, retrato percudido de alguna insignificante instantánea atemporal. Y la desdicha de ni siquiera saber cuál es ese momento sin valor. Pero adorarlo y añorarlo como el único eslabón atesorado de esa cadena disfuncional que es la vida.
Una vida que carece de sentido cuando se tiñe en las tinieblas del mentado olvido y se llora, tortuosa, por no poderse recordar.

Así martilla sus días actuales, clavándo retazos de ayer, luchando aún con furia por no dejar de ser...