Esas lágrimas nos hermanan. Una cae en el polvo de un campo lejano y otra en el suelo calefaccionado que camino. Descalzos los dos. El abraza a su hijo, se aferra a él, con la misma vehemencia con la que yo lo hago a mi taza de capuccino recién sacado del microondas. Somos tan iguales. Somos tan distintos.

Allí, donde los albores de la civilización, hoy parecen ser los máximos exponentes de lo incivilizado. Amenazan con dar por tierra todo atisbo de razón pacificadora. De dar por finalizada la existencia. De acabar con los principios.
Y uno se siente inmerso, por sensibilidad, por globalización, o por morbo. Pero no sabe que allá empezó, y allá termina. O sabe, y por eso se permite participar de la contienda. La participación del invisible, del intocable, del televidente.

Pero si así fuera, por qué me toca? Por qué su lágrima es tan mía? Por qué mi lágrima, tan suya? Bebo un sorbo de mi pequeño y reconfortante brevaje; y él, ayuda al niño a beber una poca de agua. Quizás el último sabor en su boca. Me atraganto al pensar esto, y se atraganta al mismo tiempo. Su imagen me sacude, y a él lo sacude el temblor de su cuerpito, producto del último misíl que estallara a escasos metros de lo que, apenas semanas atrás, fuera un hogar. Estallo en un sollozo ahogado, pausado. Asmático.

Empiezo a vislumbrar una respuesta. Concluyo, al fin, que estoy cegadamente enamorado. No es por ellos que lloro. Sino porque ellos son yo. Humanos, tan humanos. Imperfectos desde la perfección más atroz. Y como el enamorado idealiza, el enamorado sufre. Con cada desaire. En cada desplante.
Sufro por inocente, mas sufro por amante. Y no puedo dejar de extrañarme, de extrañarlos, de observarlos. Cuánta humanidad hará falta para acabar con el ser humano?




Uno lucha contra su propia neurosis. Trata de dominar los impulsos que parecieran llevarlo a enemistarse con un prójimo. Con un distinto. Con un otro. Un no yo.

Predica toda su vida, por una igualdad utópica. Sabe, o parece saber, que las diferencias son insalvables. Aún así, sueña. Bien fuerte sueña. Cree que hay algo que vale la pena. Por supuesto, no conoce ese algo.

El trueno hiere la música. Rajan la tierra, las miserias artificiales que procrea la naturaleza humana. El fuego todo congela. El hielo, caliente, quema.

Llora lágrimas impotentes, que corroen su inocencia. Surca su cara la muerte. Tras la cortina de llanto, cae una llovizna tenue. Gotas de sangre que mojan sus labios. Tus labios.

Jamas concilia el sueño ahora. Se hace llamar realista y degolla utopías. Nada vale la pena, suele repetir. Parece conocer, se jacta de ello. Con desdén aristocrático, e indiferencia arrogante.

Mandamás, y soberano. Soberbio. Fabrica los truenos, engendra las ruinas. Bebe la sangre, que vierten en su copa de cirstal. Vuelve a llorar impotente. Y niega la realidad, se convierte en paradoja de si mismo.

Nadie lo sabe. O nadie lo quiere ver...¿Lo podrán ver?
La sangre y las lágrimas, saben igual, en ambos lados de una frontera.




Es el destino ó es la suerte. O ambas, y no sabremos verlo. Azar, virtud y fortuna. Salud, dinero y amor. Palabras más, balbuceos incesantes, palabras menos. No existe el silencio, sino existe tu voz.

Hay quienes dicen que el amor es un invento. Otros dicen que lo inventaron para castizar a las masas. Otros amamos a quien lo inventò.

Siempre creì, y cuando digo siempre figurense la inocencia de la atemporalidad, que vendría a mí una porción desprendida de mi propio ser. Que me buscaría incansable. Que se quedaría.

No. Se fue. Y, a veces, la extraño.